Antes de retratarle y narrar algo de su paso por mi vida, permite que copie y pegue aquí algo que le define muy bien: un breve curriculum vitae con el que su obra 'No es bueno que Dios esté solo' nos presenta a su autor.
Gonzalo Altozano -Madrid, 1976- estudió en el colegio Retamar, hizo la mili en San Fernando y se licenció en Derecho por el CEU (¿suficientes muestras de ADN?).
Colaborador en prensa desde los diecisiete años, en 2004 entró en Intereconomía, donde ha hecho prensa, radio, televisión y buenos amigos. Hace unos veranos viajó a Miami y de allí volvió con montones de blocs con la historia de los plantados, los heroicos supervivientes del presidio político castrista. Su color favorito es el verde bombilla de los taxis libres, no puede irse a dormir sin antes escuchar el ruido del camión de la basura, en su apartamento lo que más hay son libros, le hubiera gustado ser marino mercante, piensa que alguien debería gritar "¡Stop!" al descarrilado tren de la Historia y cada vez está más convencido de que las cosas importantes no son cosas. De niño -solo de niño- llegó a desear la muerte del Correcaminos.
Ciertamente, nada tiene que ver esta descripción con lo que solemos o esperamos leer de un autor en la solapa de su libro, y menos si es el primero. Pero Gonzalo es así: AUTÉNTICO. Un librepensador tan discreto como intrépido que, tan pronto cruza el charco para entrevistar a Bernard Nathanson como se va hasta el Líbano para conocer el meollo del conflicto desde dentro y sin intermediarios. Y solo, por supuesto. Bueno, solo no; con su cuaderno de notas.
Decía mi admiradísima Jutta Burggraf que a los cristianos, Dios no nos pide ser perfectos, pero sí que seamos auténticos. Y Gonzalo, aunque no se lo crea, lo es; doy fe de ello. Lo que ocurre es que, en general, lo de creérselo no va con él. Cualquiera con su perfil y su meteórica carrera podría ser 'el rey del mambo' y actuar como tal; cualquiera menos Gonzalo. Porque es un tío humilde. Y trabajador, muy trabajador. Y no conduce, ni quiere.
Detrás de una enigmática fachada de aparente pasotismo existencial aderezada con una mezcla entre señorito andaluz y hippie comprometido, late en él un corazón sensible y anhelante; el corazón de un soñador que cambiaría sin dudar su éxito profesional por una pizca de felicidad, de plenitud, de esa que intuye en la vida de cada uno de los 101 personajes a quienes entrevista y pone al descubierto con maestría en su libro.
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El día que conozca a la mujer de su vida, a la madre de sus hijos, uff, no sé cómo hará para no entrevistarla... Hace unos días tomábamos un café; en medio de nuestra charla, de repente calla, me mira a los ojos y me suelta, a bocajarro, una pregunta de esas que sólo se les ocurre a los grandes periodistas y que nada tenía que ver con la conversación. Y claro, como se las sabe todas, no podía salirme por los cerros de Úbeda. La pregunta era:
"... ¿por qué Dios no nos concede siempre las cosas buenas que le pedimos?..."
Como no soy teólogo ni tengo el don de saber lo que pasa 'en la mente de Dios', tiré de la respuesta que hace unos años un sabio y santo cura me dio ante una cuestión parecida:
"... mira, cuando le pedimos a Dios algo que es bueno y lo hacemos con el corazón, como verdaderos hijos suyos, sólo cabe que nos de una de estas tres respuestas: la primera es 'SÍ'... la segunda, 'TODAVÍA NO'... y la tercera, 'TENGO ALGO MEJOR PARA TI'...".
Gonzalo calló, sonrió y seguimos hablando de lo nuestro. Al cabo de un rato, me confesó que aquella había sido una de las mejores cosas que había escuchado últimamente. Se puso de nuevo la cara de director de un semanario de información y nos despedimos con un abrazo. ¿Cuál sería el motivo de su pregunta? No lo sé, pero desde entonces, pido a Dios por esa inquietud suya cada día. Es lo menos que puedo hacer, dado lo bueno que estaba el café al que me invitó.